Érase una vez una tarde soleada de verano, de esas con cielo despejado y varias nubes para que los niños no la olviden y siga siendo cielo. Allá, junto a la carretera por donde pasan los camiones llenos de caña para el central, estaba la escuelita rural y dentro de ella nuestro personaje, Benito; entretenido con dos lagartijas verdes que en el borde de la ventana se soleaban sacando sus rojos pañuelos. Mientras, la maestra impartía la clase al resto del aula, pues Benito, aunque presente, con la imaginación corría por la guardarraya tras una bandada de guineos grises. Estaba sudado, la camisa se le pegaba al cuerpo. Se sentó en un tronco caído, en la curva del camino se alejaban los guineos protestando y una vaca los miraba perpleja por el barullo. Se rió entre dientes, los cuales contrastaban con su negra piel brillosa. Pateó la tierra bajo sus pies, disfrutando la nube de polvo, igual a como volaba debajo de las patas de Azafrán cuando su padre lo montaba en el potrero de la sabana. Se puso en pie y sin pensar el rumbo salió disparado como aguacate caído de la mata, pasó sin detenerse por un campo recién arado, pero al saltar la zanja del regadío tropezó con una piedra y cayó boca abajo en el suelo. Frente a él, la bandada de guineos toda, reía estruendosamente, sin poderse contener, abrían los picos y agitaban las alas. Él no comprendía en medio de su disgusto lo que sucedía, aún en el suelo abrió los ojos y vio con asombro a todos su compañeritos de aula muertos de risa a su alrededor, al tiempo que la profesora le decía muy seria: -- Benito, te has quedado dormido otra vez. Fin
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